Previamente: Aurelio está en el hospital, con una piedra quebrada. De manera que nadie sale por el pueblo a “espantar aquello,” hasta que un día, Estela (la niña protagonista) escucha un ruido en la calle.
A los cinco días, me encontraba tomándome una limonada después del almuerzo y me preguntaba por qué no regresaba aún Aurelio del hospital, pues yo entendía que si alguien se rompía un hueso, le ponían un yeso y era enviado a casa pronto.
Habrán sido algunos minutos pasadas las doce del medio día, cuando escuché un tambor y un pito en la calle, y entonces comprendí la diferencia entre el tambor de Aurelio y el de uno convencional.
El de Aurelio era único, sonaba como una marimba, pero más melodioso. Su sonido iba quedándose en el aire y se desvanecía poco a poco, como el canto de un pájaro que pasa volando. En tanto al sonido que se escuchaba en ese momento, era el de un tambor vulgar y bullicioso; lo pude comprobar al salir a la calle y ver que lo tocaba Esteban, el hijo del doctor.
Sin duda, motivado por su padre, el niño de once años, había salido a tocar el tambor como una burla hacia las familias que tratábamos bien a Aurelio. Se encontraba justo frente a nuestra casa cuando me dijo:
- Ya espanté al Ishme – Y me dedicó una sonrisa burlona.
- Se dice Ishume.
- Como sea, es solo una tonta superstición. ¿Qué? ¿No me vas a dar limonada?
A mí me pareció ridículo, así que volví a ver hacia atrás, para asegurarme que ni mis padres ni mis abuelos estaban viéndome y tomé el huacal donde mi madre ponía agua a Duque.
- ¡Toma tu limonada! - le dije, arrojándole el agua a la cara.
Al parecer le cayó hasta en la boca, pues pude escuchar cómo la escupía. El chico se puso rojo de la cólera y empezó a gritar unos insultos que no me tomé la molestia de escuchar.
Entré rápido a la casa, dando mis habituales saltos. Cuando mi abuelo me vio riéndome y recargada contra la puerta, me preguntó qué pasaba, si había visto algo.
- Es el Ishume – Dije, sin poder contenerme la risa al recordar la cara empapada de Esteban.
A mi abuelo se le arrugó la cara en una mueca de disgusto, pero no fue él quien me reprendió, sino mi madre.
Después de su habitual - ¡Estela Sofía! - Me soltó una enorme letanía sobre las cosas con las que podía bromear y las que no, y luego me pidió que me disculpara.
Esto último no me molestaba, ya que no lo había hecho para burlarme de mi abuelo, más bien, pero no quería que me castigaran por darle su merecido a Esteban, ¿qué más podría haber dicho? Recién me estaba disculpando, cuando Duque, empezó a ladrar como loco.
Escuchamos un ruido, parecía un puñado de piedrecillas arrojadas contra el techo. Mi abuelo, que aún estaba reclamándole a mi madre lo malcriada que me tenían, cambió su cara de enojo por una de fastidio cuando volvimos a escuchar el mismo ruido; esta vez, en la casa vecina. Las palomas volaron de nuestro patio despavoridas.
- ¿Qué está pasando? – Dije.
Mi abuelo puso cara de miedo y salió a tomar la Biblia de la sala. Escuchamos, entonces, unos fuertes aplausos que provenían del patio, pero nadie estaba ahí. El ruido se transformó en un zapateo y las plantas del patio fueron arrasadas por una corriente de aire y de polvo.
- ¡Quiere entrar! – Gritó mi abuelo, que como aún se conservaba en buena forma, corrió con Biblia en mano en dirección del patio, pero quedó rígido a un par de pasos de la puerta, como si hubiese visto a un fantasma.
Sin poder explicarlo, me agaché y me tapé los oídos y fue ahí cuando vi una nube de polvo metiéndose por la puerta. El espanta espíritus del umbral se movió hacia adentro y produjo su melodioso sonido, pero mucho más fuerte. Al instante, el polvo empezó a salir de regreso, como si estuvese siendo succionado.
Cuando la nube estuvo fuera, mi abuelo logró moverse y casi cae de narices. Una maceta se quebró haciendo un gran estruendo. Al poco rato, el portón exterior se sacudió y Sultán chilló.
Salí corriendo para ver por la ventana, pero mi abuelo me tomó por el hombro y me retiró con gran fuerza. Solo alcancé a ver un remolino de polvo sobre la calle, donde había visto por última vez a Esteban.
Los gritos de los vecinos se empezaron a escuchar, mi madre llamó a mi padre, quien llegó con unos papeles de trabajo en sus manos y con cara de confusión. En pocos minutos estábamos todos frente al pequeño altar de la sala rezando el rosario, sin embargo, creo que ninguno llevaba bien la cuenta hasta que mi madre tomó la camándula de las manos de mi abuelo y empezó a contar las Aves Marías.
Después de decir el último "Amén", todo quedó en silencio. Al menos en nuestro vecindario. Mi madre me impidió salir, y mi padre fue con mi abuelo a ver si algún vecino necesitaba ayuda.
Poco a poco nos fuimos enterando como "aquella cosa", o más bien, El Ishume, había visitado casi todo el pueblo. En algunas casas, hizo destrozos: Los cuadros, los platos y demás cosas fueron arrojadas al suelo; las gallinas que la gente tenía en sus corrales, murieron y los huevos se descompusieron, apestaban y su interior se había vuelto verde oscuro; no quedó ni uno bueno.
También nos dimos cuenta de que solo en algunas casas, como la nuestra, el Ishume no había logrado entrar. Al igual que nosotros, también tenían espanta espíritus, o bien, una cruz de plata. Otros lugares se los saltó, sin razón aparente.
El sacerdote y el sacristán de la parroquia, visitaron cada casa para bendecirla y orar por las personas "afectadas". Mi abuela se ofreció a cocinar para quienes lo necesitaran, ya sea por el susto o por los destrozos.
Algunas personas quedaron un poco "jugadas", como solíamos decir; Esteban era uno de ellos. Lo encontraron cubierto de tierra y lodo, con fiebre y dolor de cuerpo. El doctor Rodolfo, no daba crédito a lo sucedido, estaba tan asustado que esa misma noche, fue al hospital para ingresar a su hijo y asegurarse que dieran de alta a Aurelio, quien regresó el día siguiente.
Todos lo recibimos con gran alegría, mucha gente se acercó para ofrecerle lo que necesitara. Como él no podía caminar aún, y ante la sorpresa de todos, el mismo doctor donó una silla de ruedas, para que así, continuara su "honorable labor", según el la describió.
No fue hasta varios días después, que corrió el rumor de que Aurelio, mientras estuvo en el hospital, había tenido complicaciones fuera de lo normal. Nadie pudo confirmar aquello, pero muchos, incluyéndome, sospechamos que el doctor Rodolfo había tenido algo que ver. Después de todo, yo no olvidé cómo se disgustó aquel día en que le respondí insolente.
Un mes después, el doctor y su familia se mudaron a la capital y nunca más regresaron al pueblo. Mientras tanto, mi abuelo y yo, nos dimos a la tarea de construir una réplica del tambor de Aurelio, algo que la mayoría de personas también hizo con su ayuda.
Varios meses pasaron desde "El día del Ishume," como todos le llamaron desde entonces, y me encontraba en la puerta de la casa, con un vaso de limonada fría a mi lado. Duque empezó a ladrar alegre al ver que Aurelio aparecia por la calle, cojeando aún, pero tan enérgico como siempre.
Después de bebérse la limonada y devolverme el vaso, me hizo una reverencia y me agradeció. Yo, aproveché la ocasión y le pregunté.
- Antes de que te lastimaras la pierna, me ibas a contar la historia de cuando el Ishume se salió ¿Me la cuentas ahora? Por favor.
Aurelio volvió a ver a todos lados y se agachó para susurrarme al oído.
- "¿Quie sabe la histoia?"
- Claro – Dije.
- "Pue, que yo, yo luice" – Dijo, señalándose a sí mismo con el dedo.
- "Peo, fue un asidente".
Pude sentir un pequeño escalofrío salir de mi cabeza hasta mis pies. Así que le dije.
- Cuéntame, que no le diré a nadie.
Fin de la historia