Este es el inicio de la historia “EL DÍA DEL ISHUME”
Salía siempre a medio día a espantarlo, al menos eso era lo que él decía. Nosotros siempre lo tomábamos como un juego, nos divertía salir a verlo marchar por todas las calles con su tambor y su corneta, para impedir que "aquello" se acercara al pueblo.
En nuestro vecindario, sin embargo, había algunos niños revoltosos, que, cuando él pasaba, salían a ponérsele al frente, a gritarle groserías o a bailar en su camino. En particular, Esteban, el hijo del doctor Rodolfo. Pero los adultos más viejos, como mi abuelo, nunca permitieron que alguien le interrumpiera su labor o peor aún, que le hiciera daño.
Aurelio, era su nombre y había asumido esa tarea hacía ya ocho años; justo el año en que nací. Yo era hija única y por no tener más parientes de mi edad, siempre andaba tras los adultos, haciéndoles preguntas de todo tipo.
- Y antes de que Aurelio lo empezara a espantar, ¿Quién lo espantaba? - le preguntaba con frecuencia a mis abuelos, pero siempre me cambiaban el tema o me respondían con el clásico - "esas cosas no son para niñas".
Era costumbre que algún vecino se diera a la tarea de recibir a Aurelio con algo de beber después de que regresaba de dar su ronda, pues el pobre terminaba muy acalorado y sudando a chorros tras recorrer todo el pueblo bajo el sol de medio día.
Ese año, llevaba varias semanas esperando ser la que le recibiera con un refresco, pero siempre me decían que ese día le tocaba a alguien más hacerlo. Hasta que una vez, tuve suerte.
Mi abuelo fue quien me dijo que podía salir, así que tomé un vaso grande de plástico que usaba mi padre y lo llené con limonada fría del almuerzo.
Me puse una diadema con moño color rojo, por si alguien más salía, me vería a mí, primero. Metí a Duque, nuestro perro que siempre le ladraba como loco, y salí a interceptar a Aurelio, quien tomó el vaso muy animado.
- "Ucha gacia" - me dijo, con una violenta reverencia, después de beberse la limonada de una sola empinada. Me animé entonces a sacarle conversación.
- ¿Y quién espantaba al Ushme antes que tú?
- "ISHUME" – dijo él, levantando su dedo índice.
Su forma de hablar no era fácil de entender, pues había nacido con el labio mal formado, y aunque le habían operado, nunca logró hablar bien.
Se quedó viendo al cielo un rato, quizás meditando mi pregunta. Luego se agachó y me dijo - "E un sequeto" - Pero dijo que me lo diría, solo porque mi familia era buena con él.
Me dio la impresión que llevaba tiempo queriendo contárselo a alguien, o tal vez ya tenía a muchos aburridos con el mismo cuento. Lo cierto es yo moría de ganas por saberlo y ¿quién mejor que él para revelármelo?
- "No etaba quí" - susurró, al tiempo que movía su dedo en forma de negación - "Se salió" - dijo, muy serio.
Al preguntarle cómo y de dónde se había salido el Ishume, señaló hacia la pequeña colina llena de árboles, al Este del pueblo. Cuando volví a ver, me di cuenta que parecía ser donde él mismo vivía, pero en eso, fuimos interrumpidos.
- ¿Ya estás asustando a la niña? – La voz provenía del otro lado de la calle, era el vecino del frente, el joven doctor Rodolfo.
- No le hagas caso, niña. Con esos cuentos tiene a todos los viejos dándole cosas, apuesto que tu abuelo fue quien te mandó a darle de beber, ¿verdad?
El doctor, sonreía mientras sacaba unas cosas de su automóvil.
- Así se gana la vida, contando mentiras.
No me dio oportunidad de responderle, Aurelio frunció el ceño, me hizo otra reverencia y se marchó en dirección del mercado, pues trabajaba por las tardes cargando bultos.
Al instante, el doctor Rodolfo soltó una carcajada. Aquello me irritó.
- ¡Él nos protege del Ishume! – Grité, sin pensarlo mucho.
- ¿El Ishme? – Dijo entonces Esteban, quien salía del automóvil de su padre en ese momento. El doctor rio con más energía, lo cual me hizo sentir avergonzada, pero como era habitual en mí durante esos años, no me quedé callada.
- ¡El día que Aurelio no esté, a ustedes se los va a llevar el... – Una voz, proveniente de mi casa, me impidió terminar.
- ¡Estelita! ¿A quién le está gritando?
Era mi abuelo. Me alarmé y la cosa pintó peor, al ver la expresión del doctor; similar a la cara de mi madre cuando me iba a castigar. Me escabullí entonces dando saltos hacia mi casa y cerré rápido la puerta, no quería que me acusaran con mi familia. Para mi fortuna, o eso pensé yo, el doctor no hizo nada ese día.
Una semana después, me encontraba jugando con mis amigas en el jardín de la casa. Habíamos tomado prestadas unas ropas de nuestras madres y fingíamos que éramos ellas, ya sea de cuando regresaban del trabajo o del mercado. Nos partíamos de la risa con cada una.
Eran ya cerca de las cuatro de la tarde y aprovechábamos que mi madre no regresaría hasta el día siguiente. Por su parte, no había quien sacara a mi padre de su despacho, una vez se ponía a trabajar. Recuedo que era mi turno, y empecé con mi interpretación de mi madre:
- "¡Ay niña!, qué calor más horroroso" – Empecé - "Vieras que caros los tomates, ni que estuviéramos en Navidad, niña" – Mis amigas se carcajeaban cuando...
- ¡Niñas! – Gritó mi abuelo, asomándose por la puerta del jardín.
Yo, me quedé blanca del susto y dije lo primero que se me ocurrió.
- ¡Ay, papá Toño! Estamos practicando una obra de la escuela – Y estiré los brazos como si estuviera danzando ballet.
Mis amigas se contuvieron la risa, pero mi abuelo solo nos indicó con gran severidad.
- ¡Métanse a la casa, ahora! - No estuvo contento hasta que las cuatro estuvimos dentro. Una vez entré yo de último, cerró la puerta y le puso pasador. De inmediato, empezó a llamar a mi padre.
Yo, aún pensaba que habíamos sido descubiertas y nos castigarían; sin embargo, mi abuelo fue a buscarlo a su despacho y ahí se estuvieron hablando.
Me acerqué un poco para ver qué ocurría y pude escuchar a mi padre intentando calmar al viejito, quien parecía muy preocupado. Entonces empecé a sospechar que todo ese asunto no era sobre nosotras. Aun así, les dije a mis amigas que nos cambiáramos rápido. Todas obedecieron y en un minuto, ya estábamos vestidas con nuestra propia ropa.
Mi padre, venía apoyando su mano sobre el hombro de mi abuelo y diciéndole que no habría problema, que lo resolverían. El anciano dijo entonces con entusiasmo.
- ¡Agua bendita! ¡Agua bendita!, tengo suficiente para una semana, por lo menos - Y después de eso, se fue de prisa a su habitación.
Mi padre nos miró, se sonrió y nos dijo.
- No le diré nada a sus madres, pero sería bueno que regresaran a sus casas ya, aquí mi suegro no va a parar toda la noche.
Y tenía razón, mi abuelo se dio a la tarea de poner crucifijos o imágenes de la virgen en los umbrales de cada puerta, roció con agua bendita el jardín, encendió velas en el altar de la sala, e incluso, puso unos espanta espíritus en el patio, por si acaso.
Al caer la noche, rezamos todos el rosario; yo estaba presa de la curiosidad, pero no pude conseguir que me contaran qué era lo que pasaba, así que me mandaron a la cama sin ninguna respuesta.
A la mañana siguiente, después del desayuno, mi padre fue quien me explicó que se trataba de Aurelio. Había ido a rescatar una vaca que se había perdido en la quebrada, pero el pobre había resbalado y se había roto la pierna. Se lo habían llevado de emergencia al hospital y ahora mi abuelo y casi todos los vecinos, estaban alarmados, pues no habría quien espantara al Ishume.
A mí me pareció divertido, ya que hacía poco, mis padres se habían esforzado en enseñarme a dejar de creer en mitos e historias, así que ver que los adultos se tomaban en serio todos esos cuentos con los que nos habían asustado de pequeños, era confuso y gracioso al mismo tiempo.
Mi abuelo salió temprano a casa de su hermano, juntarían a un grupo de personas para ir al rancho de Aurelio; querían ir a buscar el tambor y la corneta antes del medio día.
Al llegar las once, regresaron con las manos vacías, a pesar de haber forzado la puerta del rancho. Mi abuelo estaba muy angustiado y nos estaba fastidiando a todos, en especial a mi madre, que recién había regresado de visitar a una tía en la capital. Ella no quería poner imágenes en cada rincón de la casa, y las velas le estaban dando dolor de cabeza.
Justo a las doce del medio día, mi abuelo nos pidió a todos que rezáramos el rosario en la sala y nos indicó que por nada del mundo abriéramos la puerta del patio, la cual había rociado de nuevo con agua bendita.
Debo reconocer que fue tanta la seriedad con la que el anciano se tomaba todo aquello, que al final logró atemorizarme. Casi podía imaginar que algo se movía afuera de la casa a medio rezo, pero lo cierto es que nada fuera de lo normal ocurrió ese día, ni el siguiente.
Al tercer día, mi madre había conseguido quitar las velas y los santos desperdigados por la casa; sin embargo, yo la convencí para que conserváramos el espanta espíritus, pues me gustaba saltar y moverlo con mi mano cada vez que cruzaba hacia el patio, su sonido me tenía hechizada.
Para ese día, ya solo mis abuelos eran quienes se ponían a rezar, nosotros regresamos poco a poco a nuestras actividades habituales.
La historia continúa